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Bienvenidos al reino de los árboles eternos


Este reportaje resultó ganador del segundo lugar del “Premio de Reportaje sobre Biodiversidad” organizado por la ONG Conservación Internacional – Bolivia en 2006.


Abril, 2005.- “Este es el mapajo”, nos dice Alejandro Caimani cuando finalmente se abre un poco la espesura del bosque y vemos un hermoso árbol de aire imperial. Es tan alto como un edificio de diez pisos y ni 20 personas podríamos rodearlo tomándonos de las manos.

Este magnífico ejemplar estaba allí como un retoño cuando Cristóbal Colón decidió partir en sus imprudentes viajes a las Indias y ha sido testigo de todos los cambios sucedidos en estos cinco siglos que tiene de edad. “No se sabe bien cuánto viven estos árboles, pero creemos que pueden llegar a los 700 años”, dice Caimani sentándose de cuclillas a la sombra de su tronco. La presencia del árbol es tan fuerte que nos quedamos venerándolo como cuando un creyente honra a una imagen religiosa. Caimani lo observa con gran respeto. Es un indígena chimán de la zona, entrenado para desenvolverse como guía. Con sus conocimientos ancestrales y los cursillos recibidos recientemente, no puede haber nadie mejor que él para hacernos conocer la naturaleza de esta parte del país.

Estamos en el corazón del área protegida Pilón Lajas, en la Amazonia boliviana. El área, que tiene 400 mil hectáreas, se extiende hasta la frontera de los departamentos de Beni y La Paz, separados –y unidos– por el río Beni. Este lugar es el epicentro de una de las regiones con mayor riqueza biológica del mundo. En esta amplia zona –sumado el colindante Parque Nacional Madidi– hay 6.000 especies de vegetales mayores, 5.000 especies de animales y casi un millar de diferentes especies de aves. En toda Europa y EEUU sumados no llegan a las 380 especies de pájaros. El dato nos ayuda a comprender la magnitud de la inmensa biodiversidad que nos rodea.

Y si bien la región impresiona por sus caimanes y nutrias, por sus tigres y pumas, por sus anacondas y marimonos, lo hace también por sus árboles eternos. El bosque cuida a sus venerables almendrillos, mapajos, tajibos, maras y ochoos, con ejemplares que tienen dos, tres o más siglos de vida. Causa escalofríos pensar que muchos de estos árboles estaban aquí desde antes que los primeros exploradores españoles se animaran a recorrer esta zona a mediados del siglo XVI.

Caimani, que guía a un grupo de cinco periodistas, dice que haber convertido a la región en un área protegida ha ayudado a que las motosierras sólo sean un amargo recuerdo y que se haya recuperado el equilibrio ecológico, que estuvo en riesgo hace dos décadas. “Ya no oímos su ruido”, dice. “Las motosierras no sólo mataban los árboles, sino que ahuyentaban la vida. Y hemos podido comprobar cómo en los últimos años podemos ver otra vez a algunas especies de estaban casi perdidas, como los monos manechi y las águilas arpías”.

Su hermano Clemente, que se sumó a nuestro grupo, nos interrumpe para mostrarnos el matapalo. Lo que vemos es un tipo de árbol que rodea a otro, lo va consumiendo paulatinamente quitándole su savia. Empieza desde abajo, envolviendo a su presa, hasta llegar a la cima en un terrible e irremediable abrazo de la muerte. En un proceso que puede durar años, el árbol morirá y el matapalo se fortalecerá. “Pero cuando el matapalo sabe que el árbol que ha absorbido perderá sustentación, envía desde la copa unas largas y angostas raíces aéreas, de diez metros de largo, que llegan hasta el suelo y empiezan a penetrar en la tierra” cuenta Clemente. Si no lo hiciera, tanto el árbol como el matapalo caerían y morirían.

Igualmente tiene unas impresionantes raíces aéreas el pachiuba, tambièn llamado “árbol que camina”. Parece un chiste pero no lo es. Esta especie necesita de mucha luz para crecer y, como es de baja estatura comparada con otros árboles, necesita moverse. Sí, moverse. El “árbol que camina” va desechando unas raíces (se pudren y las deja) y creando nuevas en la dirección en la cual quiere avanzar. Es el milagro de la naturaleza. Unos kilómetros más allá vemos otro matapalo, esta vez rodeando a otro gigantesco mapajo. “Sí, este mapajo morirá”, dice nuestro guía Alejandro Caimani. Tal vez dentro de unos 50 ó 100 años el matapalo logrará quitarle la vida.

“50 ó 100 años” digo para mis adentros. Es la mirada larga de los indígenas de esta zona tan alejados del corto plazo en la que vemos la vida los estresados citadinos. Pero no todo es mirada larga. También hay una mirada severa. “En el pasado, los indígenas de la zona, cuando deseaban castigar a uno de los suyos que había cometido algún delito, lo ataban al ‘palo santo’, un inusual hormiguero. Un tipo de hormiga vive dentro del tronco del ‘palo santo’” nos explica Andrés Martínez, uno de los guardaparques de Pilón Lajas y gran conocedor de la zona. Al atar a una persona a este hormiguero los insectos lo atacan. Si estuviera allí por uno o dos días, moriría con un suplicio indecible.

Una hora y media dura nuestro paseo desde el albergue hasta llegar al gran mapajo y en el recorrido –y en el que hicimos al día siguiente, un poco hacia el norte– vimos una serpiente, un mono araña, una rana color verde fosforescente, dos orugas apareándose, mariposas fucsia de alas de 15 centímetros, un camaleón, guacamayos rojos y azules y decenas de diferentes tipos de arañas y otros insectos.

Antes de salir del albergue apareció una iguana de 70 centímetros de largo y rápidos movimientos. Nunca ninguno de nosotros había presenciado uno de estos animales en libertad.

El nombre oficial de esta área protegida es Reserva de Biósfera Pilón Lajas. Para llegar hasta aquí tuvimos que navegar por el río Beni (que en algunas zonas tiene 200 metros de ancho en la época seca) en una pequeña embarcación durante dos horas desde Rurrenabaque dirigiéndonos hacia el Quiquibey, uno de sus afluentes.

Los 30 grados de temperatura casi no se sentían en nuestro bote, tan extasiados como estábamos con el paisaje. El río Beni se angosta varias veces en su marcha hacia el sur, especialmente en el estrecho del Bala, donde la caprichosa naturaleza ha hecho que dos cerros de roca se separen sólo por unas decenas de metros. Navegando luego media hora más por el Quiquibey llegamos a la comunidad Asunción del Quiquibey, integrada por 20 familias de la etnia chimán-mosetén que ha construido con ayuda de varias ONGs un ecoalbergue, justamente llamado Mapajo, en el corazón de la selva, en el que nos alojamos.

“En esta área la riqueza biológica es inconmensurable” dice Juan Carlos Miranda, director del Pilón Lajas. Añade que en su ubicación geográfica y su topografía radica la importancia de esta área protegida. “Al ser las últimas estribaciones de la cordillera de los Andes, en una zona de transición a la llanura aluvial del Beni, se genera una alta diversidad de ecosistemas, características que sitúan a esta región como una de la mayor biodiversidad del mundo, con un alto valor ecológico, medicinal, cultural y económico”.

No sólo eso. La riqueza no está exclusivamente en la naturaleza sino también en la gente. Carmiña Miranda, educadora del parque y que nos acompaña en el paseo, explica que, en términos culturales, la zona alberga la mayor riqueza étnica de las tierras bajas de Bolivia, constituyéndose en el hábitat tradicional de las poblaciones indígenas chimán, mosetén, tacana y essejja. “Ellos mantienen sus propias formas de vida, en equilibrio armónico con la naturaleza”, dijo.

Estamos en la ribera este del río Beni. Cruzándolo, en la ribera oeste, está el Madidi, considerado el parque nacional más importante de las Américas. Ya de vuelta en La Paz, Mario Lilianfeld, biólogo encargado del monitoreo de especies del Servicio Nacional de Areas Protegidas (Sernap), recordó que el Madidi fue calificado por la revista National Geographic como el parque nacional más biodiverso del mundo. Buena parte del bosque húmedo boliviano –más grande que el total del bosque húmedo de México y Centroamérica juntos– está entre el Madidi y el Pilón Lajas. Las corrientes aéreas empujan la humedad hacia la cordillera de los Andes y al frenarse con éstas provocan la alta humedad y lluvias de la zona.

Lilianfeld explicó que el Pilón Lajas y Madidi es uno de los reservorios de agua más importantes de Sudamérica. Cuencas y subcuencas hidrográficas de los ríos Yacuma y una gran cantidad de ríos pequeños que riegan la llanura oeste del departamento de Beni nacen aquí. Entre el Pilón Lajas y Madidi se conforma una zona de 2,2 millones de hectáreas, un área más grande que El Salvador.

Añadió que la fauna de la zona es variadísima, destacándose el jucumari (el único oso sudamericano), el puma, el tigrecillo, el jaguar, el tropero y el taitetú (tipos de cerdo de monte), el marimono, el manechi (un tipo de simio), la londra (una especie de nutria), la peta de río y otras tortugas, el tatú (parecido a un armadillo), el jochi (roedor gigante), el oso hormiguero, el ñandú, la perdiz y el caimán. Hay que añadir a ello la avifauna, entre los que destacan tucanes, loros, guacamayos y parabas. Por otra parte, habita aquí la temible anaconda (la serpiente constrictora más grande del mundo) y decenas de especies de culebras y serpientes como la cascabel y la pucarara.

Cruzar la cordillera en un mosquito

Para visitar esta región se necesita arribar primero a Rurrenabaque, una localidad beniana de 11.000 habitantes. Llegamos en un Caravan, un avión Cessna para 12 pasajeros… dotado de un solo motor. El vuelo, de una hora de duración, parte de los 3.800 metros de El Alto de La Paz, cruza la magna cordillera de los Andes a 7.000 metros de altitud y luego se dirige al norte, ganando las inconmensurables llanuras amazónicas bolivianas.

Quienes abordamos el avión sabemos que si, por alguna razón, el motor llegara a tener un desperfecto, moriríamos con toda seguridad. “Es como un mosquito colgado del cielo” dice Dante, un turista italiano sentado a mi lado viendo las montañas de nieves eternas que están bajo nuestros pies. Aviones de dos motores son más seguros en esta zona, puesto que si uno se apagara, un piloto experimentado podría hacer planear el aparato con el otro motor para intentar un aterrizaje de emergencia.

Rurrenabaque es uno de los centros turísticos más importantes de Bolivia. Rurre recibe 25.000 turistas cada año, el 70 por ciento de ellos del exterior. El paisaje que rodea al pueblo es hermoso, con las últimas estribaciones de la cordillera a los pies del poblado. Los cerros con bosque primario (selva que no ha sido afectada por la acción del hombre) están a pocos kilómetros de la localidad, dándole un aspecto único. Pero la ciudad en sí muestra todos los problemas de las localidades bolivianas que tiene alto grado de inmigrantes: casas con techo de calamina, comercio caótico, basura en las calles, viviendas construidas de ladrillo sin revoque.

Aún así, todos respetan el trabajo del alcalde saliente, Dilo Negrete, que ha logrado ordenar la ciudad y alentar fuertemente al turismo. Negrete cree importante recuperar, por ejemplo, los materiales típicos de la zona para la construcción de viviendas. Evidentemente una casa hecha con paredes de tacuara (un tipo de bambú) y techos de teja o jatata (una palma) es mucho mejor que una fabricada de ladrillos y calamina, aunque es mucho más cara.

“Estamos buscando algún tipo de incentivo para que la gente recupere los materiales de la zona y podamos tener nuevamente el tipo de construcciones originales que tenía Rurrenabaque hace medio siglo”, dice el Alcalde.

Otra de sus luchas es lograr que las casas de la localidad tengan una altura máxima de tres plantas (nueve metros) y se impida la construcción de unas feas edificaciones, cuadradas y de ladrillo sin revocar, que afectan el espíritu turístico de la zona.

Pero su obsesión principal es conseguir el pavimentado de la pista del aeropuerto para que sea operable todo el año. Es una obra de relativo bajo costo, que podría aumentar el turismo grandemente y mejorar el comercio. “Consideramos que la obra requiere unos ocho millones de dólares”, dijo. Una comisión especial de la ciudad ya ha presentado el proyecto a financiadores como la CAF y la Cooperación Española para conseguir esta anhelada demanda de Rurrenabaque, “la perla turística del Beni”, como se ha venido en llamarla. Ahora, la pista es de tierra, lo que impide que aviones grandes lleguen a la zona y que los medianos y pequeños solamente puedan hacerlo cuando no ha llovido. Pero aquí llueve (¡y cómo!) de diciembre a marzo y el resto del año lo hace intermitentemente.

El paisaje desde Rurrenabaque es tan hermoso y los paseos que se pueden realizar en un radio de cientos de kilómetros a la redonda son tan variados y únicos que han hecho que esta región sea considerada como el atractivo turístico más importante de Sudamérica para el siglo XXI. Nada menos. ¿Quién se anima a hacer tamaña aseveración? Los que saben: la revista de turismo que depende de la afamada publicación National Geographic en su edición de octubre de este año.

Los 20 operadores turísticos de la localidad ofrecen decenas de paseos y visitas a los alrededores. Algunos de ellos implican un par de horas de caminata y de navegación por el río, y otras invitan al visitante a internarse varios días en la selva. En la región se pueden observar caimanes, hacer pesca mayor, presenciar la vida de las aves, estar en contacto con simios, deleitarse con el nado de nutrias, aterrarse con las serpientes y, con un poco de suerte, presenciar felinos mayores.

Con razón han llegado a la zona viajeros famosos como los actores Leonardo DiCaprio y Robert Redford o la cantante de música pop Madonna. Ambos dijeron haberse sentido en el paraíso. Tenían razón.

Raúl Peñaranda U.