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García Márquez y La gota fría



Diciembre 2006.- Solo para hacernos la noche única, Gabriel García Márquez apareció en el lugar a eso de las once. Tenía tomada de la mano a su esposa Mercedes Garcha y estaba acompañado de su hermano Jaime y de sus más cercanos amigos, entre ellos Jaime Abello. Nosotros supimos quién era, pese a que la penumbra nos impedía ver con claridad, porque adivinamos de inmediato sus movimientos y sus gestos. Pero los escasos parroquianos del gran bar-discoteca Scandal’s no supieron a quién se aplaudía. Tampoco los mozos. Tardaron varios minutos en comprender lo que sucedía.

Para darnos de qué hablar, García Márquez no quiso un trato especial y, en persona, fue hasta la barra varias veces para pedirse sus tragos. Los meseros trataban de hacerle entender que la regla de que ellos no atendían a las mesas no lo incluía a él. Maestro, por favor, yo lo atiendo, no se pare. Pero nada. Como cualquier mortal, García Márquez se acercaba al mesón, pedía una cerveza para Jaime, un ron para su hermano, una margarita para su esposa, un aguardiente para él. Rebuscaba en su billetera y pagaba. Quédese con el cambio. Y volvía a su asiento.

Para alegrarnos la noche más aún, García Márquez pidió que se contratara a un trío de vallenato. Alguien lo mandó a buscar. A los pocos minutos, apareció en escena. Sus miembros no sabían si concentrarse en cantar o tratar de descifrar en las expresiones de Gabo si estaba complacido con la música. Para tranquilizar al ansioso trío, el novelista aplaudía con bastantes más energías que las que le ordenaba la simple buena educación.

Para darles a los músicos algo que contarle a sus nietos, se acercó a conversar con ellos. Luego se volvió a sentar y preguntó si se sabían “La gota fría”. Se la sabían. Moralito, Moralito se creía que él a mí, que él a mí me iba a ganar y cuando me oyó tocar, le cayó la gota fría, y cuando me oyó tocar, le cayó la gota fría.

Para darles a los nietos de los músicos algo que contar a sus nietos, García Márquez se puso de pie y sacó a bailar a Mercedes. Y con ellos, muchas otras parejas llegaron a la pista. Seguían las voces de los músicos revelando inquietud, pero ya la atención no se centraba en ellos, sino en los pasos de baile de Gabo y Mercedes. Me lleva él o me lo llevo yo, pa’ que se acabe la misma vaina. Ay Morales a mí no me lleva porque no me da la gana. Moralito a mí no me lleva porque no me da la gana. Los veo siguiendo el ritmo tan acompasadamente y tengo la impresión de que Mercedes es la que ha mantenido a su esposo con los pies en la tierra, con cincuenta y pico años de matrimonio. Pienso mientras los veo bailar: Hemingway, alcohólico. Capote, drogadicto. Faulkner, depresivo. Y Gabo tan campante, tan despreocupado, tan libre de su propia fama. Me lleva él o me lo llevo yo, pa’ que se acabe la misma vaina. Ay Morales a mí no me lleva porque no me da la gana. Moralito a mí no me lleva porque no me da la gana.

En los dos días de seminario de Monterrey, organizado por la Fundación de Nuevo Periodismo Iberoamericano, en que espié desde lejos al Nobel durante largos pasajes, nunca estuvo a más de diez metros de su mujer. Veamos:

Salón N° 1: Maestro, su obra me ha encandilado, no sabe cómo ha influido en mi vida. Y él, sí, sí, muchas gracias, me alegra saberlo, ¿cómo se llama usted? ¿A nombre de quién se lo autografío?

Sala de conferencias N° 2: Maestro, por favor, autografíeme este libro. ¿Se da cuenta? Es la primera edición de  “Cien años de soledad”. Claro que sí, recuerdo esta edición como si fuera ayer. ¿A nombre de quién me dijo?

Lobby del hotel: Maestro, no sabe la emoción que siento de conocerlo. He leído todas sus novelas. Le ruego que autografíe este libro, es para mi madre, aunque ella ya ha fallecido. ¿Ha fallecido? Sí, pero ella hubiera sido muy feliz si tenía una copia de “El amor en los tiempos de cólera” autografiado. Claro que sí, con todo gusto.

Y él, en todo momento, levantando la vista, detectando a Mercedes, mirándola de reojo o, definitivamente, volcando el cuello a izquierda y derecha, con despero, para saber dónde está. Y cuando la ve, recupera el aplomo y vuelve al “gracias por sus palabras, ¿a nombre de quién lo firmo?”. Yo también me muero de ganas de hablarle, pero su presencia me intimida. “Tiene un ajayu demasiado grande” me dijo un colega de vuelta en La Paz. Me hubiera gustado poder contarle de mi abuela Ximena. Cuando joven, se enamoró de su primo hermano, Coquelo, pero era un amor inviable debido al estrecho lazo familiar. Pasados algunos años, se casó con un heredero de viñedos en Chile, tan simpático como mal esposo. A los 42 años de casada, se separó. Y Coquelo apareció nuevamente, medio siglo más tarde de sus primeros amores, en el vano de su puerta. Igual que en “El amor en los tiempos del cólera”, Coquelo había esperado a Ximena –o por lo menos eso es lo que yo creo– como Florentino Ariza a Fermina Daza. Mi abuela, a diferencia de Fermina, trató a su propio Florentino con gran dulzura pero nada más. Para tocar con Lorenzo mañana sábado día ‘e la Virgen. Me lleva él o me lo llevo yo, pa’ que se acabe la misma vaina. Me lleva él o me lo llevo yo, pa’ que se acabe la misma vaina.

Para hacernos la ocasión inmejorable, García Márquez siguió bailando. Sacó a María Jimena y Mercedes, nunca a más de diez metros de distancia, bailaba con Jaime. Mientras, el hermano de Gabo demuestra que tener más de setenta años no es impedimento para ser el mejor bailador de vallenato del mundo. Se desliza por la pista, casi levita por ella conduciendo a una jovencita, Carolina, como lo haría solo el creador del vallenato.

La noche antes, García Márquez le había hecho la velada única a decenas de personas. Tras el acto de entrega del premio de periodismo 2006, concedido por la Fundación del Nuevo Periodismo Iberoamericano, que el propio García Márquez preside, y pese a que los organizadores habían señalado que no autografiaría libros, el novelista aceptó el pedido de sus admiradores. Total, debió pensar, no son más de diez. Sí, unas diez personas de entre el público agitaban sus libros por encima de sus cabezas para lograr la ansiada firma. García Márquez se fue a una de los costados del gran salón, se sentó junto a una mesa, y empezó a firmar los textos. Maestro, la verdad es que es increíble tenerlo aquí, en Monterrey. Pero si vengo todos los años, niña. Igual, maestro, no sabe lo que es para mí que firme este libro. Pero las diez personas son ahora 20. Y los 20 son ahora 40. Y los 40 son ahora 80. Una larga cola de agitados incondicionales del aracataqueño se mueve, suspira, solloza, esperando que llegue su turno. ¿De dónde salieron tantos? pregunta uno de los guardias del edificio. ¿Todos tenían un libro del Gabo por si acaso? ¿Los mandaron traer? ¿Los compraron en algún lugar cercano? Y el célebre narrador, con toda urbanidad, “con todo gusto firmaré su libro”. Siempre que Mercedes esté cerca.