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Recordando a Hiroshima

–¿Qué ha pasado?  

–Cayó una bomba de fuego


La ominosa mañana del 6 de agosto de 1945, dos hombres que no se conocen se encuentran fugazmente en una Hiroshima destruida. El primero es Sunao Tsuboi, un estudiante universitario que está en medio una veintena de personas moribundas en el Puente Miyuki. De todas ellas, el sería el único sobreviviente. El segundo es Yoshito Matsushige, la única persona que tomó fotografías en Hiroshima ese día. Una de sus fotos retrata justamente a Tsuboi. La fotografía de ese 6 de agosto de 1945 de alguna manera los unió para siempre.


Abril, 2007.-
Sunao Tsuboi no puede conciliar el sueño. Es casi la una de la madrugada y la alarma antiaérea de Hiroshima acaba de despertarlo. Se pregunta cuál es la utilidad de esa sirena si su ciudad nunca ha sido bombardeada por la aviación enemiga, a diferencia de otras 50 ciudades japonesas que están en ruinas. El agobiante ulular de la sirena lo mantiene despierto por una hora o quizás más. Es una noche cálida y especialmente luminosa, tanto que, mirando a través de la ventana, puede reconocer con claridad las casas vecinas pese a que no existe iluminación pública.

El no lo sabe, pero la bocina antiaérea está activa porque un avión de reconocimiento norteamericano sobrevuela Hiroshima a dos kilómetros de altitud. En ese mismo instante, otros dos aviones atraviesan el cielo de las ciudades de Kokura y Nagasaki y sus poblaciones también escuchan las angustiosas alarmas que detectan la presencia de aviones militares enemigos. Pero Kokura y Nagasaki, que tampoco han sido atacadas nunca, están cubiertos por nubarrones y neblina.

A las 2:10 de la madrugada de ese fatídico 6 de agosto, la alarma se apaga y Tsuboi puede, finalmente, dormir. A las siete se levanta para asearse e ir, caminando, a su universidad. Tiene 20 años y sólo sueña con el momento de poder unirse al Ejército de su país. El no puede creer que el gran imperio japonés esté, realmente, a punto de ser derrotado.

A las 8:15 de la mañana apresura el paso. Está cerca de su universidad. Y de repente, sin previo aviso, lo encandila una bola de luz gigantesca, que cubre todo el espacio encima de él. No sabe si primero fue la luz o el golpe que lo lanzó por los aires a una distancia de diez metros. O quizás todo ocurrió de manera simultánea. El atronador ruido que casi le rompe los oídos ocurrió recién un minuto después, porque el sonido viaja más lentamente. Tsuboi estaba a un kilómetro del denominado “hipocentro”, el lugar donde había ocurrido la gigantesca explosión. Para cuando Tsuboi recobró el conocimiento, unos segundos después de haber visto la gran bola de luz, habían muerto en Hiroshima 100 mil personas, la mayoría de ellas instantáneamente, abrasadas por temperaturas cercanas a los 1.000 grados centígrados, aunque algunas estuvieron sometidas a un calor de hasta 5.000 grados. Junto con ellas, el 80 por ciento de la ciudad había sido destruida por completo. La Hiroshima que Tsuboi conocía no existía más. Otras 40.000 personas morirían en los meses siguientes.

El calor era intensísimo, tanto que no se podía casi respirar. Atontado por lo sucedido, Tsuboi empezó a caminar. Escuchaba “agua, agua” a cada paso que daba, puesto que los sobrevivientes sentían una sed inmensa. Muchos se lanzaban a los ríos de la ciudad, ahogándose en masa. Veía a su alrededor, caminando sin dirección, entre quejidos y llanto, a decenas de personas. Todas ellas tenían la ropa destrozada y a algunos la piel les salía del cuerpo a jirones. Muchos otros estaban muertos o yacían desmayados en la orilla del río y sobre las calzadas. “Pobre gente” pensaba, sin saber cómo ayudar a los que clamaban por auxilio. Caminó sin rumbo frente a una ciudad que presentaba incendios a cada paso. Finalmente, junto con otros sobrevivientes, uno de ellos con el globo ocular colgándole fuera de su cuenca, dejó de deambular y se sentó a descansar en la parte exterior de una casa en ruinas, en el Puente Miyuki. Algunos miraban la esfera de fuego y humo que arrasaba su ciudad. Una mujer desconocida se acercó a ayudarle y le ofreció agua. Recién adquirió conciencia de sí mismo. El también estaba semi desnudo y las quemaduras le afectaban la cara, la espalda, el pecho, los brazos y las piernas. Había perdido todo el cabello. Se vio a sí mismo como un monstruo, como alguien a quien no podía reconocer. Sintió pánico. Los quejidos y los llantos de los sobrevivientes aumentaban su intensidad a su alrededor, mientras padres y madres desesperadas trataban de encontrar a sus hijos extraviados.

Entonces sucedió un efecto extraño: empezó a caer una lluvia de color negro. No podían saber que traía la ceniza condensada de todo el material orgánico quemado por la bomba (entre ellos de las personas calcinadas), y del material radiactivo de la bola de humo que se había levantado. Esta lluvia causó después muchas víctimas por anemia, espasmos y convulsiones. En medio de todo ese caos, Tsuboi pareció adivinar la presencia de un fotógrafo.

“¿Qué ha pasado?” preguntó finalmente. “Cayó una bomba de fuego” le respondió la mujer que lo ayudaba. Nadie sabía que había estallado sobre sus cabezas la primera bomba atómica no experimental de la historia de la humanidad. A los pocos minutos, Tsuboi se desmayó. Fue trasladado a un edificio adaptado para atender heridos y estuvo tres meses allí semi inconciente. Según le contaron después otros pacientes, la misma mujer que lo había ayudado en el puente –que resultó ser una enfermera– lo mantuvo bajo su cuidado durante todo ese período. Le controló el suero, le curó las quemaduras, lo lavó, le dio alimento en sus raros momentos en los que recobraba la conciencia. Pero ella también estaba gravemente enferma y la radiación minaba su vida ostensiblemente. Quizás sabía que iba a morir y por eso ofrendó sus últimos días en salvar a otro. Escogió a ese muchacho agonizante. La enfermera murió a los pocos días de que Tsuboi se hubiera recuperado. El nunca pudo conocer su nombre ni recordar su rostro.

De la veintena de personas que se encontraban con él en el puente, Tsuboi fue el único sobreviviente. Cuando finalmente pudo levantarse y recuperó suficientes energías para poder caminar, se enteró de que nadie de su familia había sobrevivido. Su padre y hermanos mayores, enlistados en el Ejército, habían muerto en el frente de batalla y su madre y resto de familiares perdieron la vida con la bomba.

Un fotógrafo en lágrimas

¿Podemos imaginarnos lo que siente una persona cuando recorre su ciudad natal y no existen ya calles, casas, edificios? ¿Podemos imaginarnos lo que piensa un hombre que es testigo de cientos de muertes? ¿Podemos comprender el estado anímico de alguien que, para caminar de un sitio a otro, debe hacerlo pisando cadáveres?

Yoshito Matsushige prepara presuroso su desayuno a eso de las ocho de la mañana del 6 de agosto de 1945 en Hiroshima, antes de partir a la redacción del diario Chugoku, en el que trabaja. De repente siente una luz incandescente y un llameante calor. Parte de su austera casa se viene abajo y fracciones de los cristales de las ventanas se incrustan en su cuerpo. Pero, milagrosamente, está prácticamente ileso. Tiene tiempo de comprobar que su esposa, embarazada, también está a salvo y la saca luego de los escombros en los que se han convertido su casa. Toma su máquina fotográfica con dos rollos de 12 fotos cada uno y se lanza al centro de la que hasta ese instante había sido su ciudad. Recorre lo poco que queda de ella durante diez horas.

Camina frente a escenas absolutamente irreales. No puede orientarse en la planicie humeante y en llamas en la que se ha convertido la localidad, puesto que todos los edificios y casas que él siempre conoció ya no están ahí. Ve a un grupo de niñas de escuela que, por haber estado en el exterior cuando se produjo el estallido, fueron afectados por el calor de manera directa y muestran horribles quemaduras en todo el cuerpo. Muchas habían perdido sus zapatos y tuvieron que correr sobre ruinas en llamas para salvarse. Matsushige piensa en tomar una foto pero es tan dramático lo que ve que no tiene la fortaleza para hacerlo. Se queda 20 minutos con la mente en blanco, sin saber qué hacer, sin entender lo que sucede a su alrededor. Pero finalmente toma la fotografía al grupo de niñas que rodea al policía.

Un poco más allá, en el Puente Miyuki, ve a un grupo de personas, sentadas en el suelo, muchas de ellas con las piernas flexionadas contra el pecho. Algunos miran la gran masa de fuego que devasta su ciudad. Todos están descalzos, semidesnudos y gravemente heridos. Casi todos ellos morirán en las próximas horas y días. Pese al dolor que siente, logra fotografiar al grupo. Luego, toma cuatro fotografías más, seis en total, de las cuales revelaría exitosamente cinco. Son las únicas tomadas en Hiroshima el mismo día de la tragedia.

Matsushige se dirige hacia el centro de la ciudad, la parte que más brutalmente había sido afectada por el estallido. Un microbús está detenido en una calle. Corre hacia él, se para sobre la pisadera y mete la cabeza. Lo que ven sus ojos es terrible: 15 ó 16 personas, que habían tenido tiempo de quitarse todas las ropas para evitar algo del calor infernal, yacen muertas, una encima de la otra. Nuevamente lleva la cámara ante sus ojos pero no logra disparar. Y sigue, durante horas, vagando por ese infierno. Apunta el obturador a un grupo de cadáveres de niños con uniforme escolar que forman una pila humana. Pero no logra disparar la cámara. Apunta ahora a un edificio del que sólo se salvó una pared interior. Y tampoco toma la fotografía. Está ahora cerca de un río y ve a una decena de personas ahogadas. O a una mujer desnuda cuya piel está negra y su cabellera parece una maraña, o a un perrito en los brazos de su amo muerto, o a una niña que llora y que da un suspiro y fallece, o a una madre que grita el nombre de su hijo, o a un militar echado en la calle que pide un vaso de agua. Pero no puede sacar las fotos. Tiene 32 años, ha sido fotógrafo de prensa en los últimos diez años y no obstante ahora las lágrimas le bloquean el cerebro y lo que ve le quita la fuerza para que su dedo índice apriete el disparador de su cámara. Se sienta en unas piedras y llora.

Matsushige vuelve a su casa en la tarde. No puede revelar las fotos porque, en toda una ciudad, no hay un solo cuarto que se puede usar como cámara oscura. Por eso espera a que caiga la noche y revela las fotos al aire libre. Meses después, las copias que obtiene le serían confiscadas por el Ejército de ocupación norteamericano, pero él ha ocultado los negativos. Siete años más tarde recién logra que la censura estadounidense le permita publicarlas en la revista Life.

Del grupo de personas retratadas por Matsushige, con las piernas flexionadas y mirando absortas la nube de fuego que se desliza por Hiroshima, todas murieron. Excepto una. Sunao Tsuboi es una de las escasas víctimas que, habiendo estado a un kilómetro o menos del hipocentro, ha logrado sobrevivir. Con los años, Matsushige y Tsuboi desarrollaron una amistad y se convirtieron en activistas de la paz. Esa terrible fotografía, de alguna manera, los había unido para siempre. En 1995, 50 años después de esos horribles eventos, ambos fueron fotografiados juntos: los dos posaron delante de una gigantesca ampliación del retrato tomado en 1945 y situada en el Museo de la Paz de esa ciudad. Matsushige murió poco después, a los 92 años.

El eco de una ciudad trágica

Yo llegué a Hiroshima con el humor descompuesto. Sentía una atracción enorme de conocer la ciudad trágica del Siglo XX pero por otro lado me causaba desazón e impotencia que un crimen de guerra tan salvaje hubiera quedado impune para siempre. Además, nada hace pensar que hace poco más de medio siglo hubo sobre estas avenidas y calles una hecatombe nuclear. Después de la guerra, Hiroshima fue reconstruida por completo y es hoy una moderna ciudad, llena de autopistas y edificios. De la vieja Hiroshima no queda sino el recuerdo. Caminando por la ciudad, viendo la agitada vida de sus habitantes, podría estar en realidad en cualquier otro lugar. Hasta parece que las heridas de la bomba atómica han cerrado por fin. Pero no es así.

Llego al Museo de La Paz y allí mi peregrinación encuentra su punto más alto. Recorro sus salas y el horror expresado es tal que casi interrumpo el trayecto para dirigirme directamente a la salida. Y sin embargo me quedo, pero no llego a llorar como muchos otros visitantes, todos japoneses. Una muchacha joven, de pelo teñido y una chamarra roquera, se sienta en el suelo apoyada en una pared y se cubre el rostro. Primero parece relativamente tranquila pero ahora está sollozando. Su amigo, que tiene un cinturón y una manillera de púas metálicas, se agacha un poco y le acaricia el cabello. No entiendo lo que dicen pero me lo puedo imaginar. Sigo. Los relatos, los testimonios, las fotos, las explicaciones son tan abrumadoras respecto del infierno en que se convirtió la bella Hiroshima, que una señora, elegante, con un collar de perlas sobre su blusa color palo de rosa, lagrimea mientras trata de ocultar su turbación al niño pequeño que tiene cogido de la mano, sin duda su hijo. Yo la veo de reojo. Todos llevamos audífonos que se activan a medida que pasamos por cada una de las estaciones de este calvario. Un hombre mayor, de pelo canoso, de saco pero sin corbata, se saca de repente los audífonos y le hace un gesto a su esposa. Prefiere dejar el recorrido. Su esposa lo sigue. Yo me imagino que vivieron esos horrores en Hiroshima, pero la intérprete me explica luego que no, que según lo que conversaban, la pareja era de Tokio y que las fotos mostradas les hicieron recordar el napalm que destruyó sus casas –de madera– el año 1944 en la capital japonesa.

Al final del recorrido veo la gigantesca reproducción de la foto de los heridos en el Puente Miyuki, tomada por Matsushige. Ubico en la foto a Tsuboi, que está de perfil, sin cabello, desnudo, con un brazo encima de la rodilla, mirando el fuego que asola su ciudad. Ninguno de los retratados está completamente vestido, todos, algunos con la piel fuera de los brazos, parecen solamente esperar. Y es justamente con Tsuboi con el que debo encontrarme en breve, para que me cuente su historia y la del fotógrafo Matsushige.

La oficina de Tsuboi

“Este soy yo”, me dice Tsuboi en su oficina tras la visita al museo, mostrando la famosa fotografía, esta vez reproducida en una página de la revista TIME. Tsuboi es quien ha servido los cafés y ofrece ahora una galletita de sémola. Hablamos en una pequeña sala de reuniones rodeados por la indisputable austeridad japonesa. En realidad, toda la oficina es prácticamente un solo ambiente. A los 83 años, luce enérgico y tiene un gran sentido del humor. No parece que hubiera estado diez veces hospitalizado por causa de los efectos de la bomba, tres de las cuales de gravedad: por un extraño tipo de anemia, angina, cáncer de próstata y de intestinos.

“(Cuando la foto fue tomada) habían pasado dos horas desde el estallido de la bomba y yo había perdido el cabello y la ropa y tenía heridas por todo el cuerpo”, dice apoyando el dedo índice sobre la fotografía. Aprovecha también de contarnos la historia del fotógrafo Matsushige, su desesperación de ese día, la angustia de un profesional que no puede apretar el obturador. Luego se desabotona la camisa y muestra las heridas que son visibles aún hoy, 62 años después de los eventos, en su cuello, espalda, nuca, pecho. Nos entendemos gracias al trabajo de la intérprete Midori Oishi y nos acompaña también el periodista ecuatoriano Gustavo Cortez.

Tsuboi cuenta que los sobrevivientes de la bomba fueron tratados como parias en el seno mismo de la sociedad japonesa. Como no se sabía qué efectos secundarios y a largo plazo traerían las consecuencias de la radiación, eran por lo general discriminados en el trabajo, los estudios… y el amor. “Para quienes habíamos estado cerca del hipocentro y nuestras heridas eran visibles, era difícil conseguir pareja, puesto que se pensaba que nuestros hijos podrían nacer con algún defecto. Muchas de esas personas, especialmente mujeres, murieron solteras, no lograron que alguien se casara con ellas”, dice.

También las autoridades japonesas los abandonaron, cuenta el sobreviviente. “Tardamos muchos años en lograr que la atención médica fuera de mejor calidad y que se defendieran nuestros derechos”. El sí se pudo casar. “Contra la voluntad de los padres de mi esposa nos casamos; tenemos tres hijas y siete nietos y somos felices”.

Tsuboi, que es el secretario general de la entidad que congrega a los sobrevivientes de la bomba nuclear y uno de los pacifistas más reconocidos de Japón, pide que lo sigamos. Detrás de un escritorio de gran tamaño, repleto de documentos y fotografías, cuenta que cuatro ciudades japonesas nunca fueron bombardeadas por los estadounidenses porque se quería experimentar en alguna de ellas la explosión de una bomba atómica o de neutrones y ver con claridad la magnitud de los daños. “Fuimos conejillos de indias del Ejército norteamericano”, me cuenta. Explica que varios meses antes de que terminara la guerra, aún antes de que EEUU lograra obtener la bomba atómica, el Gobierno de ese país había decidido lanzar una sobre alguna ciudad alemana o japonesa. Si se decidía esta opción, lo haría en Niigata, Kokura, Nagasaki o Hiroshima y por eso no las bombardeó nunca. A fines de julio de 1945, EEUU excluyó de la lista a Niigata. El 6 de agosto de ese año, al sobrevolar los aviones de reconocimiento de EEUU esas tres ciudades, se comprobó que la única despejada era Hiroshima –Tsuboi pudo ver ese día, en la noche, las casas vecinas con toda claridad– y por ello se decidió lanzar la primera allí. En el verano japonés, el día amanece a las cinco de la mañana, hora en la que se pudo haber arrojado la bomba. Los pacifistas japoneses señalan que EEUU esperó hasta más de las ocho para causar aún más víctimas de las esperadas, ya que deseaba que hubiera miles de personas en las calles… En total, se estima que murieron 140 mil personas en Hiroshima, de un total de 350 mil habitantes.

El 9 de agosto, a las 11 de la mañana, Estados Unidos lanzó una bomba sobre Nagasaki. Murieron 70.000 personas, de un total de 270 mil habitantes. Destacados historiadores de varias nacionalidades califican estos hechos como los dos mayores crímenes de guerra de la historia de la humanidad.

La otra cara de la historia

El Museo para la Paz de Hiroshima y su biblioteca anexa ofrecen a sus visitantes un panorama detallado de las circunstancias en las que se lanzaron las dos bombas nucleares sobre Hiroshima y Nagasaki. Y la versión presente allí es muy distinta a la que los norteamericanos han difundido. Según EEUU, se decidió lanzar las bombas para evitar “por lo menos un millón de muertos” estadounidenses y “hasta cinco millones de japoneses” que hubiera sido el saldo de víctimas si EEUU invadía Japón. La versión japonesa, sustentada también por un importante número de historiadores europeos y norteamericanos, es muy diferente: Japón ya estaba derrotada cuando se lanzaron las bombas y era sólo cuestión de semanas para que firmara su rendición. Para entonces, ya habían caído Alemania e Italia y Japón se enfrentaba sola a todos los aliados, ahora incluso la Unión Soviética, que hasta entonces había respetado con Japón un pacto de no agresión. Japón no tenía prácticamente aviación ni defensas antiaéreas, su Ejército estaba diezmado, su economía quebrada, sus fábricas destruidas y su población en riesgo de sufrir en breve los efectos de la hambruna. Los ataques aéreos contra Japón habían empezado nueve meses antes de la finalización de la guerra y, desde febrero de 1945, se realizaban a plena luz del día, tan anuladas como estaban las defensas antiaéreas. En marzo, Tokio fue arrasada por las bombas, murieron 100 mil civiles en un solo día de ataques y el napalm terminó de reducir una buena porción de la ciudad a cenizas. Japón había perdido casi todas las posesiones obtenidas durante la guerra y solo se mantenían en una región china. ¿Alguien puede creer que ese país está en condiciones de seguir en guerra frente a Gran Bretaña, la Unión Soviética y Estados Unidos juntos? ¿Y de causar un millón de bajas enemigas?

Los historiadores japoneses insisten en que Japón, tras la caída de Alemania e Italia, inició contactos para rendirse, pero no de manera “incondicional” que era lo que deseaban los aliados, porque ello implicaba eliminar la figura del emperador, que era inaceptable para los japoneses. Estados Unidos insistió en ese requisito, quizás porque sabía que nunca sería aceptado. Pero después de lanzadas las dos bombas… EEUU retiró la exigencia. Obviamente que la cúpula militar nipona seguía manteniendo dentro de sí a sectores que deseaban seguir las hostilidades, pero éstos estaban en franca minoría. Es más, Kantaro Suzuki y Shigenori Togo, nombrados por el emperador en junio de 1945 como primer ministro y canciller, se inclinaban por la rendición japonesa. Incluso, el emperador había mandado al presidente soviético José Stalin, mediante un miembro de la casa real, un mensaje de rendición, que jamás tuvo eco.

Pero EEUU tenía razones para no aceptar estos intentos japoneses del fin de las hostilidades. La versión ofrecida por el Museo de la Paz en su sección de historia señala que el gobierno norteamericano lanzó la bomba por cinco razones principales: primero, para lograr una primacía militar absoluta después del fin de la segunda guerra mundial, especialmente frente a una potencia naciente como la Unión Soviética. Tal demostración de destrucción y poder efectivamente dejó al mundo atónito. EEUU tenía el arma más mortífera de la historia de la humanidad, capaz de vaporizar una ciudad en segundos. Segundo, probar “en la realidad” y con civiles el poder de las bombas nucleares, lo que se comprueba por el interés de EEUU en no bombardear cuatro ciudades japonesas durante la guerra para que esas ciudades estuvieran intactas y así comprobar los daños posteriormente. Tercero, justificar el inmenso costo que había implicado la investigación sobre armas nucleares, que alcanzaba a dos mil millones de dólares, que a precios actuales sería diez veces superior, y que se había mantenido en secreto. Era el proyecto militar más oneroso hasta ese año. Cuarto, EEUU deseaba tener control político y económico sobre Japón. En los acuerdos de Yalta, los países aliados habían resuelto que la Unión Soviética le declare la guerra a Japón en agosto de 1945, cosa que efectivamente hizo. Pero EEUU se dio cuenta después que ello implicaba dejar a la isla bajo dominio soviético, igual que Europa del este. Y eso, desde un punto de vista geopolítico, era inaceptable. Finalmente, y como quinta razón, Estados Unidos buscaba vengarse del ataque japonés a Pearl Harbor.

Existen innumerables indicios de que EEUU tenía intenciones de lanzar una o dos bombas atómicas en Alemania, pero ésta se rindió en mayo de 1945, antes de que éstas estuvieran listas. En la loca carrera contra el tiempo para obtener los insumos necesarios para ello, el gobierno norteamericano finalmente obtuvo la bomba el 15 de julio de ese año. Japón todavía no se había rendido; desde mucho antes, cuatro ciudades estaban intactas en la isla para comprobar los daños de su uso; dos de ellas fueron destruidas y su sola mención sigue siendo una profunda herida de la humanidad. “Hiroshima y Nagasaki” pesa igual que “holocausto” o “tráfico de esclavos” o “aniquilación de indígenas”. Paz en la tumba de todos ellos.

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(Raúl Peñaranda es periodista boliviano. Estuvo en Japón invitado por el gobierno de ese país, donde entrevistó a Tsunao Suboi. raulpenaranda99@yaho.com)

Notas:

La descripción de los sucesos que vivió Sunao Tsuboi fueron relatados por él mismo en Hiroshima al autor de esta crónica, en octubre de 2006. Tsuboi también contó las circunstancias vividas por el fotógrafo Yoshito Matsushige. Paralelamente fue revisado el testimonio de Matsushige en el documental “Hiroshima witness”, producido por el Centro Cultural por la Paz y transcrito en el sitio web http://www.atomicarchive.com/Docs/Hibakusha/Yoshito.shtml. Otra fuente fue: “Inscribing Hiroshima: The Photography of Matsushige Yoshito”, escrito por Greg Mitchell en www.zmag.org/content/showarticle.cfm?ItemID=7838. Las referencias históricas fueron tomadas del Museo de la Paz de Hiroshima y de su biblioteca adjunta.